Ya no
Chano era el tipo de persona que corregía la hora en la eCooltra que acababa de alquilar. Creía que había ciertas reglas que hacían del mundo un lugar ordenado y, por tanto, un lugar soportable, aunque era perfectamente consciente de que formaba parte de una minoría de guerreros incansables en Santa Cruzada contra la entropía. Para mantener su estabilidad mental no necesitaba ver cambiar el mundo, le valía con tener bien recortados los setos de los pequeños jardines en los que siempre se acababa metiendo: en el primer cajón, los cubiertos; en el segundo cajón los cuchillos, cucharones, espumaderas y cucharas de madera. No era tan difícil ni tan exigente, le había dicho a cada una de sus tres exnovias. “Una cosa para cada sitio y un sitio para cada cosa”. Definitivamente, se vivía mejor solo, todo está en el lugar en que uno lo ha dejado antes de irse y sobre todo, nadie pisa el suelo de casa con zapatos que han pisado el suelo de la calle.
Chano era el cuarto de seis hermanos: Jonto, Rimpo, Nuna, Chano, Mena y Alpa. Su bisabuelo, que podría haberse criado en Macondo, era hombre de pocas palabras, ideas peregrinas y terco como las olas del mar. Había decidido que lo que valía para sus mastines tenía que valer para su descendencia. Nombre simples, cortitos y al pie. Cinco letras para los machos y cuatro para las hembras; dos sílabas, sonoras e inconfundibles. Su primogénito, Teque, el abuelo de Chano, decidió mantener la tradición, igual que sus ocho hermanos, y a estas alturas era impensable que naciera ninguna Cristina ni ningún José Luis en la familia Montes-García. Históricamente vinculados a la ganadería, la decisión de Chano de estudiar matemáticas no fue acogida con la mayor alegría en casa, pero como casi nada era acogido con la mayor alegría en esa casa y Chano tenía la capacidad de leer emociones de una gramínea no especialmente avispada, su relación con la familia no se vio afectada.
Tenía un talento excepcional para las matemáticas, especialmente para el álgebra, y era capaz de visualizar en su cabeza sin problema operaciones complejas en espacios no euclidianos. Había destacado en la carrera y desde el tercer año varios profesores intentaron acercarlo hacia la investigación, pero fue en vano. En el cerebro de Chano rebotaban como en un frontón conceptos básicos sobre la vida en sociedad, pero tenía cristalina la importancia de no pasar apuros económicos, y lo que le ofrecían sus profesores era una alfombra roja hacia la precariedad. Tampoco es que fuera una persona codiciosa, su única preocupación económica era que el dinero no le generase preocupaciones. Sobrio en el vestir, soso en el comer y con el único vicio conocido de juegos rompecabezas, tiraba adelante sin gastar mucho dinero.
Tras terminar la carrera, fichó por un banco donde entendían perfectamente cómo explotar perfiles como el de Chano: buenas condiciones, flexibilidad laboral, contacto personal mínimo con el resto de trabajadores y alta exigencia en resultados, presentables periódicamente. En el banco lo valoraban extraordinariamente, aún con sus rarezas y sus limitadas habilidades sociales. No sabían que Chano ganaba el triple de lo que ellos le pagaban utilizando información privilegiada del banco para operar en bolsa y que utilizaba los “burdos” modelos de optimización que hacía en su trabajo para hacer pruebas a riesgo cero y afinar los suyos propios. Cuando sus modelos personales se hicieron lo suficientemente potentes, presentó su carta de renuncia en el banco y se fue a casa a resolver puzles, que buscaba de cualquier parte del mundo y que le podían tener absorto durante horas hasta que encontraba la solución y arrojaba a la basura. Empezó a aislarse de verdad del mundo real cuando se obsesionó con la idea de crear el rompecabezas más difícil, algo que nadie pudiera resolver. Se volvió paranoico y más de una vez dio un susto a los vecinos porque cada noche, después de haber dedicado todo el día a diseñar ese rompecabezas, quemaba cada bosquejo, plano o anotación que había hecho, siempre en papel, que volvía a dibujar de memoria a la mañana siguiente.
Dedicó once años a esta tarea, descuidando su higiene, su salud y sus poquísimas amistades. Tras este tiempo, demacrado pero con una energía febril, se puso en contacto con un maestro tornero para que hiciese muchas pequeñas piezas extrañas de materiales muy específicos. Unas semanas después, se llevó a casa todas las piezas y montó cien rompecabezas. Para comprobar su reto, se puso a resolver él mismo el primer rompecabezas que montó. Tardó casi tres meses en levantar con las manos temblorosas mientras sollozaba de felicidad el rompecabezas resuelto. Anunció su acertijo en redes sociales y prensa. Ofrecía por mil dólares la posibilidad de alquilar un rompecabezas durante un año. La primera persona que fuera capaz de resolverlo recibiría un millón de dólares.
Durante días, solamente recibió correos que le insultaban o se reían de él, pero, finalmente, alguien accedió al reto, y después otra persona más, y después otro. En dos semanas, el cupo de cien rompecabezas quedó completo y envió los juegos por correo. Al volver a casa, totalmente exhausto, se durmió durante un día completo.
Al despertar, su bandeja de entrada tenía cien correos, cada una con una foto y un vídeo adjuntos. Sin respiración, hizo click en el primero de los correos que había recibido y vio, en un vídeo de unos diez segundos que a Chano se le hicieron eternos, cómo unas manos delicadas resolvían de una forma sencillísima y elegante —que a él no se le había ni pasado por la cabeza— su rompecabezas.
Han pasado ya unos años desde aquel momento y Chano ahora sale bastante de casa. Los vecinos de su barrio miran con entre pena y ternura al loco que va errante por la calle con un reloj Tourbillon en la mano, en un paseo eterno hacia la siguiente moto de alquiler.
