Peter Pan
Al sacar la tarjeta de la cartera se le cayó la foto de una de sus hijas, que fue a parar al suelo encharcado. Guille se agachó de cuclillas en el pequeño cubículo y la cogió. Con cara de asco se la frotó varias veces contra los vaqueros y la miró. La miró sin prestar atención al rostro, solo quería comprobar que estaba limpia. Sabía que si dedicaba más de dos segundos a la imagen iba a joderse la noche y no tenía más que tres o cuatro así al año. Guardó la foto y dibujó unas líneas sobre el móvil que nada tenían que ver con el patrón de desbloqueo. Salió del baño sin percances, había esquivado la bala. Volvió a donde estaban sus amigos, le dio tres palmadas en el omóplato a Marc mucho más fuerte de lo que le gustan a Marc las palmadas en el omóplato —aunque siendo objetivos la fuerza era menos relevante que el hecho de que, para el gusto de Marc, le había dado tres palmadas de más—. Marc puso los ojos en blanco pero Guille no se enteró porque estaba mirando con atención a su alrededor mientras se frotaba las manos.
El bar era sórdido, oscuro e inmenso. Había música pero solo se sentía el bajo, en un ritmo que apenas varió en toda la noche. Facilitado por la extraña distribución de asientos, mesas altas y pasajes, en el bar se vivía una atmósfera de continuo movimiento. Guille estaba excitado como un niño en un parque de atracciones si un niño en un parque de atracciones pudiera ir metido hasta las cejas. Ponía a prueba los músculos de su cuello con cada grupo de erasmus borrachas que pasaba alrededor. Si alguno de los grupos se paraba medio cerca, Guille taladraba con una mirada suplicante al Pol. Cómo era el Pol. El Pol no se drogaba, el Pol bebía lenta pero inexorablemente. Le gustaba recrearse en la situación, pero acababa cediendo a los casi gemidos de Guille. Miraba al grupo y daba un trago largo de su cerveza mientras lo escudriñaba con sus ojos vidriosos. Nunca tardaba más de diez o quince segundos en localizar a la líder del grupo y en cuanto lo hacía le clavaba sus vidriosos ojos color miel. Guille alternaba la mirada frenéticament entre las dos caras. Solo era cuestión de unos instantes que a mitad de alguna frase, una carcajada, o justo después de mirar el teléfono, la líder cruzara la mirada con el Pol. Era imposible no mirarlo al Pol, era el hermano perdido de Brad Pitt. Todo en su cara tenía sentido. Era magnético y, con esos ojos vidriosos, transmitía la serenidad del que ha ido y ha vuelto para contarlo. No había herramientas que una chica de veinte años tuviera para arreglar esa caldera rota. A Guille le entraba una especie de risa histérica sabiendo que esa chica, aterrada pero valiente, se iba a acabar acercando, arrastrando a sus amigas.
Cuando por fin la chica daba el primer paso, al Pol le salía una sonrisa que tornaba en seguida en una mueca triste, que rápidamente escondía tras su cerveza. No le interesaban las mujeres al Pol, ni los hombres. Solo disfrutaba del poder de su posición y jugaba a alargar y tensar el momento con mensajes contradictorios. Le encantaba ver la secuencia de caras de placer, incredulidad, desconfianza, confianza, placer.
Sobre todas las demás, y como pegamento de su amistad, tenían dos cosas en común Guille, Marc, el Pol y Totopo, que llevaba una hora ilocalizable. La primera es que el resto de ellos era el motivo que cada uno podía darles a sus familias en Zaragoza y Barcelona para tener una escapada anual—desde la primera vez que lo hicieron instauraron la costumbre de guardar todas las alianzas juntas en el neceser de Totopo, junto a los condones—. La segunda era un conocimiento profundo de los demás y una tácita aceptación de sus pulsiones.
Finalmente llegaban las amigas, entre risitas y tragos larguísimos de sus copas, y empezaba el show. La líder se quedaba con Pol, evidentemente. Normalmente al menos un par más la flanqueaban, con una pequeña esperanza de que el Pol las eligiese a ellas, pero él no las miraba ni siquiera una vez y, al cabo de un tiempo, se acababan retirando a uno de los dos grupos de amigas que quedaban. El grupo uno era una retaguardia que observaba con curiosidad, formada por las que tenían pareja y eran fieles, las que tenían tan poca confianza en sí mismas que excepto al límite del coma etílico jamás actuarían —que en ese momento se encontraban bebiendo a contrarreloj en busca de ese límite— y las que habían salido rebotadas del grupo dos. Este grupo dos estaba formado por las que habían visto claro desde el principio que con el Pol no había nada que rascar y se habían acercado directamente a Marc y a Guille. Marc era bastante alto y tenía el suficiente conocimiento de sí mismo como para saber que cada vez que abría la boca para decir algo estaba jugando en contra de sus propios intereses. Utilizaba, por tanto, una técnica depurada durante más de veinte años que consistía exclusivamente en sonreír, mirar a los ojos y rezar porque la chica tuviera la capacidad de cubrir el espacio acústico por ambos. Claro que la técnica funcionaba mucho mejor cuando pesaba quince kilos menos y tenía algo que peinar sobre la cabeza, pero a estas alturas de la vida no tenía ni la capacidad ni las ganas de ponerse innovador y simplemente había asumido que el ratio de éxito era ahora menor. Guille tampoco ayudaba, claro. Zumbaba como una mosca alrededor, siempre en movimiento. Ahora un meneillo rápido de caderas mientras daba palmas por encima de su cabeza, ahora un comentario inoportuno a alguna de las chicas y una risotada que se escuchaba en todo el bar, ahora unas palmadas en el omóplato a Marc (ojos en blanco) o a la que estuviera a tiro (ojos en blanco).
Aún no era el momento de Guille. Momento que, por otro lado, mejoraba sustancialmente la situación de Marc, libre por fin de él. Su momento llegaba cuando alguna de las chicas del grupo uno por fin empezaba a perder la carrera —que hasta el momento había sido igualada— con los chupitos de tequila, terminando de trazar la última curva y encarando la recta final sin que nadie pudiese asegurar si la conductora iba a llegar a meta o iba a dar un volantazo para meterse en boxes a trescientos kilómetros por hora y arrasar con todo. En ese preciso momento es cuando Guille se acercaba y, ajeno a las miradas de incredulidad, asco, risa o preocupación que el resto del grupo uno le dedicaba —aderezadas por no menos de tres o cuatro ojos en blanco— empezaba una comunicación caótica y absolutamente imposible de reproducir o explicar aquí con la conductora kamikaze.
Quedaban en ese momento tres frentes abiertos, que en realidad eran uno solo. El Pol estaba donde quería porque tenía todo el poder en sus manos. Si la líder había mordido el anzuelo y él podía ir desgastándola cada vez más hasta dejarla rota e indefensa, como a él le gustaba, Marc y Guille tenían tiempo y posibilidades de tener suerte. Si Pol daba un paso en falso y la líder quedaba libre del hechizo, era cuestión de segundos que esta se diera la vuelta y los grupos uno y dos la siguieran, aliviados—incluyendo comentario seco a Guille y tirón del brazo a la destilería andante de tequila—.
En función de los éxitos o fracasos de la noche iban amaneciendo escalonadamente en el piso —siempre primero el Pol, que nunca volvía acompañado. Se metía los dedos, se tomaba un ibuprofeno con un litro de agua, se lavaba los dientes y siempre se levantaba el primero para salir a correr—. Hubieran o no llevado a chicas al piso, por la mañana estaban solo ellos. La mayoría se iban al acabar el buen o mal polvo que hubiesen echado, otras se despertaban en mitad de la noche y desaparecían y, solo excepcionalmente, alguna amanecía allí dentro. En esos casos lo hacían con resacas atroces, totalmente desorientadas y, casi siempre, al lado de Guille. Esas resacas habrían tenido en cama una semana a un lomo plateado adulto, pero el sentimiento de culpa y vergüenza era tan grande que, en diez minutos y sin abrir la boca, desaparecían del piso.
El ágora era la cocina, con un intenso olor a café que iba atrayéndoles a todos allí. Ojos vidriosos y enrojecidos, pocas palabras, miradas de las mil millas, intensos automasajes de sienes hasta que, de la nada, una anécdota contada mal, una carcajada tímida, Totopo cogiendo las riendas de las anécdotas para deleite general, la risa potente de Guille por encima de las demás, Marc hundiéndole la espalda a palmadas a Guille, carcajadas, cigarros, música, un momento de silencio, Marc desperezándose y saliendo de casa.
Marc, parco en general en palabras, tenía una habilidad especial para comunicarse con tenderos y siempre volvía con una selección de verduras de temporada y alimentos típicos que, aun siendo la primera vez que ponía en una sartén o al horno, parecía que llevase toda la vida preparando. En dos días en un sitio era capaz de comprender, interpretar y transmitir el puro sabor de un país. Cuando Marc servía los platos en la cocina terminaban de desaparecer los nubarrones y salía el sol. Tras la comida se tumbaban al abrigo de esos rayos y un par de horas después amanecían de nuevo. Esta vez de forma más definitiva. Mientras esperaban su turno para ducharse, al igual que en otros muchos ratos muertos, quemaban TikTok. En la pantalla del móvil del Pol se sucedían fútbol, tetas, gimnasio y rutinas de belleza. En la de Totopo fútbol, tetas y caídas. En la de Marc fútbol, tetas y cocina. En la de Guille fútbol y tetas.
Cuando el Pol salía del baño —era el motivo por el que siempre alquilaban pisos con al menos dos baños. Uno para el Pol y otro para el resto—, salían de casa y se ponían en manos de Guille. Guille había vivido al menos un mes en decenas de ciudades del mundo, principalmente en Europa, y era el que llevaba con una vara al resto, felices en su condición de ovejas. Localizaba pisos óptimos, sabía a qué bares iban los locales —por saber, sabía pedir cervezas, chupitos y copas en más de quince idiomas distintos—, conseguía entradas para los partidos de fútbol, estaba a nunca más de dos números de teléfono de distancia de un camello en la ciudad… Era el conseguidor del grupo: el senyor llop.
Por las tardes no hacían visitas culturales, ni siquiera se planteaba. De los casados, Guille cubría su cupo con las que le imponía su mujer. No era el caso de Marc y su esposa. Odiar las visitas culturales era solo una de las muchas cosas que tenían en común, junto con su amor por la comida y por su hijo, una desconfianza total (fundada) en los dispositivos intrauterinos o la infidelidad patológica. Totopo no quería ni oír hablar de algo que sonase remotamente a arte. Al Pol, que era el único soltero, las plazas, o los museos, le interesaban aproximadamente lo mismo que las mujeres, o que los hombres. El Pol llevaba una dinámica muy distinta al resto. Un enviado especial del National Geographic podría haber pasado cada minuto del viaje con ellos y, aunque hubiera publicado un reportaje apasionante, no podría haber explicado qué hacía el Pol ahí. Los motivos no saltaban a la vista en el día a día, pero existían. Cuando tenían veinte años, el Pol se había sentido querido por un grupo de amigos que rápidamente y sin hacerse muchas preguntas aceptaron su presencia y comportamiento. Aceptarse y valorarse era algo que el Pol no había conseguido a los cuarenta y cinco, ni que decir a los veinte. De hecho, era probable que Marc, Guille y Totopo fuesen el motivo principal por el que seguía vivo. El Pol, dentro de su retorcido esquema mental, sentía por sus amigos lo más parecido al amor que era capaz de sentir. A lo largo de los años, Marc, Guille y Totopo habían visto reafirmadas sus amistades a través de gestos altruistas del Pol: había conseguido que la encargada de admisiones de la guardería exclusiva a la que Marc y su mujer querían llevar a su hijo solo pudiera decirle que sí a cualquier pregunta que le hiciera; había acogido a Totopo en casa las semanas en que parecía que su mujer iba a convertirse en su exmujer; había paseado muchos, muchos días al padre de Guille después del accidente…
El Pol era un tío que no solo respondía cuando venían mal dadas sino que había sido el catalizador de la mitad de los noviazgos del grupo e incluso de un matrimonio: el de Totopo. Aunque Totopo ahora mismo no podría decir que se lo agradeciese, la verdad. Su mujer se había convertido en la única persona que conocía a la que no era capaz de hacer reír. Después de mucho reflexionar, especialmente esas semanas en el sofá del Pol, había llegado a la conclusión de que haber puesto en conjunto la tienda —oh, perdón, madmuasel, la galería— había sido el mayor error de su vida. Era el sueño de ella, no el suyo. A él qué cojones le importaban los cuadros. Si ella no hubiera podido venderle ni un extintor a los de la planta 21 del Windsor era su puto problema. Que hubiese contratado a un vendedor. Pero no, tenían que montarlo juntos. Y no podían haber parido un cohete que les hubiera llevado a la galaxia de los dineros —joder, preferiría incluso que el cohete hubiera estallado al intentar despegar—, no. Tenía que quedarse dando vueltas alrededor de la tierra, sin salirse nunca de esa órbita mediocre que les permitía haber comprado una bonita casa pero a la vez la convertía en una (otra) atadura inmensa. Al módico precio de haber renunciado a desconectar del trabajo, además. No había salida. Cuando la galería cumplió cinco años pensó en que hacía meses que no escuchaba su risa, que había sido su sonido favorito. Acababa de cumplir siete y ya el sexo era un animal mitológico. En la salud y en la enfermedad, hasta que la sociedad de responsabilidad limitada nos separe.
Cuatro pares de Ray-Ban andaban por la ciudad. Debajo de ellas cuatro veinteañeros que ya habían pasado los cuarenta. Este paseo sobrio hacia el primer bar era el momento más delicado del día. Si se descuidaban, una maraña de tristeza se iba formando delante, recordándoles a todos lo infelices que eran fuera de esas burbujas que se construían una vez al año. Guille era el que tenía menos tolerancia al dolor y rápidamente empezaba a luchar contra él de la mejor forma que sabía. Les iba pasando el brazo por encima del hombro a todos para sentir pequeñas recompensas hormonales al contacto humano y empezaba a meter caña a Totopo para activarlo y conseguir que el mago del grupo sacase sus trucos. Totopo siempre acababa respondiendo. Conocía perfectamente a su entregadísima audiencia e intercalaba material nuevo con los clásicos de siempre. El sol de Budapest calentaba de nuevo. La risa les envolvía y les protegía hasta que la garganta y la nariz tomaban el testigo.