Atúsate
Aunque era una tarde especialmente calurosa de agosto en Madrid, la calle céntrica por la que estaba caminando estaba relativamente concurrida. Lo suficientemente concurrida como para que otro viandante pudiese notar que estaba respirando con dificultad pero no lo suficientemente concurrida como para que el efecto multitud le protegiese de llamar la atención. Tenía pavor a desentonar, así que, cuando empezó a notar que las piernas no le sostenían con la normalidad de siempre y mientras escuchaba los latidos de su corazón golpeándole el cuello bajo la oreja, se arrimó a la fachada de un edificio, apoyó la espalda contra el ladrillo caliente y dirigió la vista sin mirar un par de veces a su reloj, de forma que todas las personas que, evidentemente, le estaban observando fijamente, pudiesen comprender que estaba ahí parado esperando a alguien con quien había quedado.
Habían pasado unos cinco o diez segundos, y contaba con que toda la gente que iba caminando a menos de veinte metros por detrás de él y que podía haber visto cómo se apartaba de forma extraña de su camino ya le habría adelantado y por tanto perdido de su campo de visión. Siempre llevaba gafas de sol. Cómo las agradecía ahora. Los cristales no dejaban ver que había cerrado los ojos en un gesto de dolor, aunque sí que tenía que tener cuidado de que la boca no le traicionase con una mueca. Ojalá estuviese mascando chicle. Si hubiera estado mascando chicle podía estar seguro de que esta salida de guion totalmente injustificable estaría pasando desapercibida. No podía creerlo: un tipo que mantenía una discusión por teléfono se había orillado junto a él y se había quedado ahí parado, hablando en un tono cada vez más desagradable y más alto. El hombre que hablaba por teléfono estaba totalmente fuera de sí y era improbable que se hubiese dado cuenta de su debilidad, pero… No podía creerlo, le estaban fallando por completo las piernas. No podía aguantar su propio peso aún estando apoyado contra una pared. Después de intentar combatirlo sin éxito, pensó que su única opción era dejarse deslizar hacia abajo. Era muy importante que las piernas, que casi no le respondían, no quedasen extendidas cuando bajase. Las cruzó a lo indio y así consiguió la postura que él consideraba que alguien que estuviese esperando —en agosto sentado contra una pared al sol— tendría en su situación. Consiguió con la postura disminuir un poco la velocidad de bajada, pero no estaba nada convencido de que el tipo del teléfono, o cualquier otro viandante, no se hubiera dado cuenta de que ese movimiento no había sido del todo controlado.
Ahí mejor. Así mejor. ¿Por qué ese dolor en el pecho? ¿Por qué ese dolor en la cabeza? ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué no puede aguantar el peso de su propia cabeza? ¿Se le está ladeando? Consigue con dificultad abrir el párpado derecho y orientar el ojo, sintiendo a la vez un agudo pinchazo pinchazo en la cuenca, hacia quien grita al teléfono a su lado. ¿Le está mirando? Le está mirando por el rabillo del ojo, está seguro, juzgándole. Ha tenido que dejar de mirar casi inmediatamente. Demasiado dolor. Cree que escucha unos pasos, pero un zumbido persistente puede con todo lo demás. Todo le duele mucho, la cabeza se le ha caído totalmente, intenta abrir un momento los ojos. Parece que varios transeuntes se dirigen hacia él. Se van a dar cuenta de todo. Una lágrima de impotencia y de dolor cae de sus ojos que ya solo ven una nube. Un torrente de dolor le recorre todo el cuerpo y ha intentado no gritar pero no está seguro de haberlo conseguido.
Abre de nuevo los ojos, el dolor ha desaparecido. Hay un círculo de gente mirándolo a media distancia sin atraverse a acercarse. Le atraviesan con la mirada, le juzgan. Se da cuenta de que tiene húmeda de saliva la comisura de la boca. Cierra los ojos lentamente con ganas de llorar agradeciendo un millón de veces las gafas de sol mientras hace como que se rasca el pómulo a mano cruzada para limpiarse la boca con el antebrazo en el movimiento de vuelta en un gesto que espera haya pasado desapercibido. Sonríe aséptico a la gente que le mira entre preocupada y desconfiada, carraspea muy ligeramente y tira un poco de sus tibias cruzadas contra sí mismo. Asiente de forma leve y muy rápidamente retira la vista de la mujer que tiene más cerca para darle a entender que puede marcharse, que no hay nada de lo que preocuparse. Aún no tiene fuerzas para incorporarse, pero se da cuenta de algo que antes no había notado. La camisa de lino se le había debido subir a media espalda mientras se deslizaba contra la pared. Involucrando el menor movimiento de brazos posible se atusa la camisa y comienza a respirar con normalidad. El dolor y las molestias se han ido por completo. Tira de nuevo de sus piernas hacia sí y mira a un punto sin concretar al inicio de la calle, para que quede claro a todo el mundo que la persona a quien espera viene de allí. De repente, lo nota. El horror. Tiene la espalda totalmente empapada. Siempre ha sido tremendamente autoconsciente con su transpiración, es la causa de que solo utilice camisas de lino de la mejor calidad y de una marca que sabe que tiene una forma que le funciona en verano. Pero ha debido de pasar demasiado tiempo con la espalda totalmente apoyada contra la piedra caliente y nota el evidente charco que se ha formado desde sus omóplatos a su rabadilla. Joder, seguro que el pantalón está igual. Seguro que tiene ahora mismo dibujada perfectamente la separación entre cachetes. Tiene que incorporarse y rápido.
En esa céntrica calle de Madrid, la gente lleva minutos pasando de largo sin mirar al hombre que tiene las piernas cruzadas de forma antinatural y la cabeza caída hacia un lado. Una chica joven va caminando totalmente absorta en su teléfono, y, al pasar al lado del hombre, tropieza un poco con su pie y piensa que él le ha puesto la zancadilla.
—¿Qué coño haces? —le grita al recuperar la completa verticalidad tras el traspié. Le parece indignante que él ni la mire. Le dedica una mirada de asco y se da la vuelta para seguir su camino mientras murmura entre dientes. Ha avanzado el día sobre él, por fin le cubre la sombra, y no más de diez personas de los cientos que han pasado por delante le han dirigido siquiera una ojeada rápida.
A estas alturas todo el mundo tiene que estar mirándolo, quién se sienta al sol en medio de la calle en Madrid. Le parece increíble que su cuerpo le haya jugado una tan mala pasada. Ayudándose de las manos —y ahora sí se ha dado cuenta de lo caliente que estaba la fachada— se ha incorporado y se mantiene de pie a un palmo de la pared. Saca sus auriculares del bolsillo y se los pone, luego saca el teléfono y se pone uno de sus pódcast favoritos. Suspira hondo y se mentaliza. Hasta que no se le seque la espalda empapada no piensa moverse de ahí y, con el calor que hace, no sabe cuánto rato puede llevar. Intenta no pensar en su boca, totalmente seca, ni en lo que le molesta la cabeza expuesta al sol. Una chica joven pasa a su lado totalmente absorta en el teléfono y casi se tropieza con él. Ella levanta la cabeza, le mira fijamente un momento con una expresión extraña y sigue de largo. Él la sigue con la mirada un momento sin entender. Su mente no está funcionando bien. Tiene mucha sed, pero lo peor es que encima seguro que tiene las comisuras de los labios blanquecinos. De todos modos de ahí no se puede mover. No olvida mirar su reloj de pulsera cada poco rato, tiene que resultar obvio que está esperando a alguien. No hay nada extraño en esperar a otra persona así. Cada rato simula rascarse la espalda — levemente y como sin prestar mucha atención, le horrorizaría que cualquier persona de las que podía estarle mirando pensase que estaba sarnoso— para comprobar la evolución del sudor. Termina el episodio del pódcast. Va a empezar el siguiente cuando se fija en una tienda del otro lado de la calle. El escaparate es de vidrio y al fondo de la tienda puede ver perfectamente a una persona haciendo como que trabaja en el ordenador mientras no pierde detalle de él. Lleva demasiado rato ahí. Es raro. Es normal que la gente a su alrededor esté empezando a sospechar. Toma una decisión. Da, sin dejar de dar la espalda mojada a la pared un par de pasos hacia el lado izquierdo. No hay nada raro en que una persona que espera se acomode o se mueva un poco alrededor del sitio en el que está. Cambia el podcast por música para poder utilizar las canciones como medida del tiempo: cada vez que acaba una canción da otro par de inocentes pasos a la izquierda. Para cuando el disco está a punto de acabar él ya ha salido del campo de visión del tendero inquisitivo. Menos mal, qué alivio. Vuelve al podcast e intenta escucharlo, aunque tiene tanta sed que apenas puede concentrarse en nada. Su espalda sigue húmeda, pero la sombra está descendiendo poco a poco por la fachada y ya su pelo negro, que le mantenía la cabeza a una temperatura casi inaguantable, queda por fin protegido de la luz directa. Está sintiendo calambres en las piernas y dolor en las lumbares. Su boca está dejando de estar pastosa para empezar a estar seca. Sobresaltándole, le tocan el hombro desde el lado izquierdo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —mira con horror a su lado y ve a un hombre con un manojo de llaves colgando del cinturón y que lleva una escoba en la mano. Cómo podía no haber caído en que podía haber portero en el edificio y que este tenía que estar evidentemente mosqueado con que no se hubiera movido de ahí en horas.
—¿Qué haces aquí? —insistió el portero.
—Ehhh… Nada, nada. —articuló como pudo con una lengua que se resistía contra cualquier movimiento.
—Llevas dos horas aquí.
—Estoy esperando a un amigo.
—¿Desde hace dos horas? ¿Crees que soy idiota? ¿Qué haces aquí?
—Nada, nada. Ya me voy. —Se dio la vuelta y comenzó a andar rápidamente con la cabeza gacha, cazado. Mostrando claramente a todo el mundo —podía ver cómo la gente en la calle le señalaba y murmuraba— la mancha en su espalda y qué clase de impostor era en este mundo.
El portero sale del edificio, con una mochila al hombro y vistiendo una camiseta en lugar de la camisa con la que trabaja. Al salir se fija en el hombre tirado contra la fachada y le da la sensación de que ya estaba antes, hace un rato, cuando salió a limpiar la puerta. Pues eran las ocho menos dos de la tarde de un día de agosto y no pensaba dedicarle un solo segundo a un borracho o a un loco ahí tirado. Se puso las gafas de sol y echó a andar en la dirección contraria. Más tarde, con la disminución de las temperaturas, Madrid empezó a salir de sus casas y la calle a bullir de gente. Nadie dedicaba más de dos segundos al cuerpo doblado de forma curiosa, casi como sentado contra la pared. Luego, ya de noche cerrada, pasaban sobre todo grupos ruidosos de jóvenes aislados, que si llegaban a fijarse en el hombre en el suelo se reían de la terrible borrachera que debía llevar. Lo mismo pensaron los operarios de limpieza que llegaron con el camión a vaciar los contenedores de basura a las tres de la mañana. Fue al día siguiente, con la camisa limpia, las gafas de sol y la mochila al hombro, cuando el portero se quedó petrificado al ver al hombre del día anterior exactamente en la misma postura, con la cara blanca pero el gesto impaciente del que está esperando y la camisa de lino levantada hasta media espalda.