Apátridas
El día en que los padres de Pablo se despistaron y dejaron a su bebé primogénito los cinco segundos que necesitó para ponerse creativo con un plato de lentejas y una cuchara de plástico, Pablo dejó de ser Pablo y fue rebautizado por sus padres como Pollock.
A Pollock le quedaba bien hasta el acné, era gracioso sin intentarlo y, a los trece años, su altura aún no le había roto su sueño de ser remero profesional. Aunque él no se enteraba de nada, era quien gustaba a todas las niñas de su instituto, incluso rompiendo a veces la barrera sagrada de gustar a alguna de las chicas mayores que él.
Eso incluía a Lucía, claro. Lucía siempre tuvo claras las cosas que quería conseguir en la vida y las fue consiguiendo una a una, inexorablemente. Lucía nunca perdía. Era una maestra de la paciencia y la erosión. Y la cosa que más quería conseguir en la vida era a Pollock, así que, sin saber exactamente cómo pero sintiendo ese escalofrío agradable e intenso que la acompañaría en los grandes éxitos de su vida, un día se encontró besando a ese chico de un curso menos a las afueras del instituto.
Día a día, primero; semana a semana, luego y, finalmente, mes a mes, Lucía y Pollock fueron superando sin esfuerzo aparente en longevidad a todas las relaciones que se formaban e indefectiblemente se acababan deshaciendo a su alrededor. La de ellos dos no. Ellos se gustaban, se compenetraban, se escuchaban y se sentían todo lo feliz que puede sentirse alguien correspondido por el primer amor: absurdamente feliz. Eran la pareja de raros que empezaron antes de bachillerato, aguantaron todo bachillerato y eligieron la carrera en Madrid, de donde eran, para no separarse.
A la pareja del presente, más de quince años después de ese primer beso, esos años irrealmente felices se le habían desdibujado. Ahora no tenían claro qué había pasado cuándo, quién había hecho qué y, sobre todo, si los recuerdos eran propios, inventados por uno o inventados por el otro y colocados con cuidado en ambos cerebros, puenteando la realidad. Eso les hacía sentir como si su propia esencia individual se hubiera quedado perdida en algún rincón olvidado lejos de la luz solar, marchitándose poco a poco. Pero antes no. Antes no había nada más deseable que la mezcla: el batiburrillo de sensaciones, sentimientos, días, horas, años y lugares por el que se pasaron reproduciendo la vida con el dedo clavado en el avance rápido x64. Les pesaba ahora, aunque tampoco es que hubieran tenido elección y probablemente ninguna de las otras vidas posibles hubiera sido ni la mitad de feliz.
Hace más de quince años, ya habían sido Lucía y Pollock quienes, bajo la mirada atenta de sus padres —entre divertida y asustada—, se habían encargado de buscar para el otro la tarta de cumpleaños que celebrase la mayoría de edad. Lucía, autodesignada instauradora de costumbres por omisión de su contraparte, había tomado varias decisiones: que Pollock y ella habían empezado su relación un uno de agosto, que el dieciocho era su número, que el dieciocho se escribía «dieciocho» pero se pronunciaba «siempre juntos» y que la vela de la tarta que celebraba la mayoría de edad sería una «S». Espectacular «S» con florituras hecha a mano con cera de abeja y el máximo mimo en el caso de Lucía y número 5 del todo a cien achaflanado a cuchillo en tres minutos de auténtico pavor y acelere en el caso de Pollock —con un resultado bastante digno, todo hay que decirlo—.
Ahora, en la treintena, pasados muchos años desde la última «S» que entrase a casa a hacer compañía al colgante perenne de Lucía, a veces, alguna que otra tarde anodina de esas de terminarse una serie sin llegar a aprenderse del todo los nombres de los protagonistas, les acechaba la idea de que no era solamente que hubieran pasado toda la madurez sin separarse, sino que, si descontaban la época en la que apenas generaban recuerdos, habían pasado tres cuartas partes de su vida consciente juntos.
Una de esas tardes ya vividas muchas veces, mirando fijamente a la cara a un ventilador, Lucía se dio cuenta de que había sufrido un —otro— cambio fundamental mientras mantenía una de sus poses especialidad de la casa: tumbada en el sofá totalmente estirada con los dedos entrelazados sobre el ombligo. Uno de los protagonistas de la serie que había mostrado los títulos finales un rato antes había pasado capítulo tras capítulo como en el tambor de una lavadora centrifugando acompañado por un ladrillo. Había empezado el piloto mal y acabó el season finale peor. Esto, a Lucía, hace no muchos años, le hubiera generado primero rabia y luego impotencia, pero ahora solo le generaba un tácito acompañamiento en el fatalismo. ¿Para qué patalear? Nunca cambiaba nada. Mejor empezarse a llevarse bien con el ladrillo lo antes posible. Fue una de las cosas que quiso comentarle a Pollock. Siempre le contaba este tipo de cosas a Pollock. Tuvo que llamarle un par de veces para que él dejara de hacer el rapel infinito en Instagram y le mirara a la cara. Luego se lo contó. Lucía disfrutaba mucho las conversaciones profundas y el autoanálisis, así que, si sumamos a Pollock, había un total de una persona con interés por las conversaciones profundas y el autoanálisis en el cuarto de estar. O tal vez no. Tal vez Pollock sí tenía un gran mundo interior y opiniones fundamentadas sobre temas importantes, pero no las compartía con nadie. No sin una dosis elevada y concreta de alcohol, al menos. Eran una de las cosas que menos le gustaba a Lucía de Pollock. Ella era quien solía llenar el espacio acústico en los momentos de rutina. Una relación tan longeva daba para bastante rutina y sentía que, muchas veces, lo que producía era ruido de fondo. Pollock estaba en su mundo y ahí no dejaba entrar a nadie. Veinte años juntos y la mitad del tiempo Lucía no sabía qué le rondaba la cabeza.
Y ahora, en este país extranjero tan, tan lejos de España, Lucía se sentía realmente sola. En una historia también repetida hasta la saciedad, era ella la que le había seguido a él. Él que recibe una oferta por una cantidad de dinero rozando la línea de lo inmoral pero por el lado de dentro. Él que insiste, insiste, insiste. Ella, con una vida que había sido cómoda y plena, que acaba no solo cediendo sino ilusionándose. Y ahora se sentía sola con su triple compañía: el televisor mostrando trailer tras trailer de la siguiente serie que poder empezar; el ventilador apuntado directamente a su cara y Pollock, enumerados por magnitud del apoyo emocional prestado en ese momento en orden decreciente.
En realidad, lo que Pollock hacía mientras se embotaba el cerebro con reels era pensar algo que llevaba años pensando de forma intermitente: que pasar el resto de su vida junto a Lucía era el escenario más probable y que esto en cierto modo era deseable pero en cierto modo no lo era en absoluto. Era aterrador. Le atacaba cada vez con más frecuencia la sensación de que una persona con más iniciativa y fuerza que él le había encajado en una sillita y le había puesto el cinturón para llevárselo en un periplo en el que él no había tenido ni voz ni voto; de que era el pasajero de su propia vida. Lucía pensaba que a Pollock le habían ofrecido el trabajo, pero la realidad es que él lo había pedido. Necesitaba un volantazo y necesitaba sentir que lo daba él. Materializada esa primera decisión y sentida la brisa de nuevo en la cara aletargada, fue cuando empezó a fantasear con la idea de que Lucía no le acompañase, lo que le asustaba y atraía tanto como la alternativa. La mayoría de veces acababa desechando la idea, pero sentía que cada vez que volvía a ella esta había extendido más sus tentáculos. Él siempre había sido más callado que Lucía. Le gustaba oír su voz y sus largas disertaciones sobre cualquier cosa le transportaban a un lugar seguro. Pero que él hablase menos que ella era una cosa y lo que ahora encaraba era otra distinta. Sentía que su falta de confianza en el futuro de la relación le tenía totalmente bloqueado y le hacía imposible participar en las conversaciones. La única fuerza que Pollock sacaba para romper voluntariamente el silencio era la que le daba la acumulación de pequeñas frustraciones: copo a copito de nieve hasta que la bola echaba a rodar.
A Lucía le irritaba que cada vez que Pollock abriese la boca fuese para recriminarle algo, desde luego llevaba unos meses bastante insoportable. Sentía que estaban más separados que nunca, que la «S» estaba empezando a resquebrajarse por el medio, aislando dos «c», pero ella sabía que ni era la primera vez que esto pasaba ni sería la última. Lucía siempre tenía pegamento a mano para mantenerles fuertemente unidos. A quien le preguntaba asombrado por la longevidad de la relación, Lucía muchas veces le contaba su analogía con la música: a Pollock solo le gustaba el rock, a ella lo que más le gustaba era la música clásica. Son dos géneros separados que poco tienen que ver, pero si uno le pone mimo y cariño, encuentra los lugares comunes (también aprovechaba ese momento del relato de su analogía para recomendarle efusivamente a su interlocutor esa película de Aristarain). Resulta que hay bandas de rock, algunas de las favoritas de Pollock, que tienen discos completos acompañados de orquestas sinfónicas (o al menos temas versionados por ellas). Igualmente, hay ciertos tipos de rock instrumental que gustaban mucho a ambos. Cuando hay alguna crisis, Lucía contaba, hay que ir a esos lugares comunes y explotarlos. Volver a ellos tantas veces como sea necesario para reavivar la llama de la pareja.
Así que, cuando consiguió la atención de Pollock, le dijo que sentía que ella había cambiado y él le respondió con dureza que, precisamente, lo que él necesitaba era un cambio, Lucía no se enfadó. Simplemente desentrelazó los dedos, se incorporó del sofá y se acercó al mueble con el tocadiscos y la colección de vinilos. Cogió el primer disco de S&M y lo puso. Para los antiguos males, remedios tradicionales. Luego se sentó en el sofá a esperar a que, tras unos minutos (normalmente a mitad de la segunda canción), Pollock se sentase junto a ella y la fuerza de los lugares comunes restaurara el orden y la paz entre ellos. Ya habían pasado unos quince minutos y Lucía se estaba empezando a preocupar porque Pollock no reaccionaba y Master of Puppets era su canción favorita. Por fin, Pollock se levantó. Dio unos pasos hacia el tocadiscos, con delicadeza retiró la aguja, levantó el vinilo con las dos manos y, tras examinarlo unos segundos, lo partió en dos contra la rodilla. Fue la primera vez que Lucía perdía, pero el que se encontró perdido el resto de su vida fue Pollock.
